LLAMAR A UN CHICO

The New Yorker, 27 de marzo de 1995 P. 110

Se dice que una mujer pidió a un prostituto que se reuniera con ella. El escritor y su esposa estaban cenando en el apartamento de unos amigos que tienen un bebé. El niño estaba dormido. Junto a la mesa en la que estaban sentados, nuestros amigos tenían uno de esos monitores que permiten a los padres escuchar a su hijo si se despierta. No tengo ni idea de cuándo se empezaron a utilizar estos aparatos, pero creo que a estas alturas todo el mundo está lo suficientemente familiarizado con ellos como para saber que es tan probable que transmitan la llamada por radio de un taxista gitano como el llanto de un niño. Cuenta que escuchó a una mujer al teléfono con el servicio de acompañantes. Uno de los amigos del escritor dijo: «¡Esa es la mujer del 8-C! ¡La asistente legal con el cocker spaniel! Sabía que reconocía esa voz». «Estoy vestida como una prostituta barata», dijo la mujer del monitor del bebé por teléfono a una amiga a la que llamó después de llamar al servicio de acompañamiento, y añadió que era hora de que se fuera. El apartamento en el que se encontraba el escritor estaba en el cuarto piso. Bajó corriendo las escaleras y esperó. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, ella caminó hacia el escritor. Tenía quizás cincuenta años. Su rostro era largo y delgado y estaba un poco tenso. Llevaba un abrigo de pieles bien cerrado con una mano en el cuello, y tenía las piernas delgadas y llevaba medias negras y tacones. El color de sus mejillas y del contorno de sus ojos había requerido un tiempo ante el espejo. El escritor la imaginó esperando a la prostituta en la calle 42. Cada vez le resultaba más difícil recordar su rostro, hasta que finalmente no pudo imaginarlo más y volvió a subir a la fiesta.

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